Madre canaria bonita

La madre isleña se ha caracterizado por su cariño y suavidad de carácter cuya máxima expresión de “mi niño o niña” ha definido una forma de ser canario. 

Esta pandemia se ceba con los hombres que arrojan mayor porcentaje de muertes por razones genéticas, en tanto que a las mujeres les afecta más el confinamiento por razones emocionales. A mayor abundamiento, se exponen al riesgo de sufrir maltrato como los prueban las encuestas que, a modo de ejemplo, en el Reino Unido han aumentado los asesinatos machistas. Entre tanto, ha pasado con sordina el festejo anual del Día de la madre.  El primer domingo de mayo llegó en pleno confinamiento por la pandemia. Eso quiere decir que muchas extrañaron los regalos, envueltos en un “te quiero mamá”, que los hijos preparaban, con la ayuda de maestras y maestros, en las escuelas.

Desde el principio de los tiempos de la humanización a madres e hijos les ha unido un tipo de especial de relación. Comienza con la simbiosis del embarazo cuando, debido a cambios hormonales, afloran sentimientos contradictorios. Pero si se pregunta a cualquier futura madre por como se sienten la mayoría, en condiciones normales, manifiestan que se trata de una, si no la más importante experiencia social de su vida.  Entre otras razones porque se ama lo que se desea. Justo después del primer grito del bebé y el lloro emocionado de la madre comienza el apego, un indicador psicológico que deja huella. Se observa al comprobar como el bebé sigue, con los ojos, moviendo las manitas, a su mamá, sonríe cuando se acerca, se incomoda y llora cuando se aleja o extiende los brazos para volver a ella cuando lo coge otra persona y entonces se dice que “extraña”. Se trata de un principio universal de unión que, entre amantes, familias y amigos leales se dice que son “uña y carne”. Una característica evolutiva que no es solo de los humanos. También ocurre en los animales. Las ovejas y las cabras muestran ciertos rituales después del nacer que si no se cumplen, no se realiza el apego y la cría puede morir o desarrollarse de forma anormal.  En los humanos es la madre la que responde, en un primer momento, a las necesidades y demandas del hijo. Ofrece protección, uno de los motivos de unión de congéneres que el niño, desde que usa pañales, sabe que hay alguien para cuidarle. En esta especial relación temprana comienza lo que Erikson llamó “confianza primordial” garantía para el desarrollo de una persona sana.

 

Para el profesor de la Universidad de La Laguna Pedro Hernández, la madre isleña siempre se ha caracterizado por la dulzura y suavidad de carácter una de cuyas expresiones de “mi niño o mi niña”, ha devenido en una forma de ser canario. El nexo emocional de la ternura. El Diccionario de María Moliner la define como “una actitud cariñosa y protectora hacia alguien”. Nada mejor, en nuestro entorno isleño, que referirse a la forma tierna, emotiva, cargada del ritmo y música que la canción del arrorró. El Diccionario del Léxico de Gran Canaria de Pancho Guerra lo define como: “nana o canción de arrullo peculiarmente isleña. Su modulación es algo libre; sin perder el motivo melódico esencial, en cada pueblo acunan a los niños con entonación diferente. (…) Al final de la musitada copla, la madre entona, a boca cerrado y quedito, dos voces largas, metiendo con ellas en el más y seduciente compás el leve balanceo”. Ese remeneo con que las mamás isleñas dormían a su bebé, mientras con el “arrullo” que escribió Pancho Guerra, lo mecían en las cunas de antes, a veces, adormiladas, desde su propia cama, con el pie. Hasta en las peores condiciones de maldad y ruindad que se puede encontrar un hijo, en la orilla de la vida, siempre será algo muy suyo, para una madre, al que perdona sus devaneos y hasta comportamientos rozan la delincuencia. Lo expresa muy a las claras la sentencia de versadores argentinos de que “no hay hijo fiero para una madre”.

 

Las vivencias de los que fueron niños en los años de la posguerra civil hablan de la abnegación, el sacrificio y las privaciones sufridas por las madres de entonces, sobre todo si, por ser viudas, quedaban al pairo de toda ayuda, para criar a “un rancho de hijos”. Hoy la diferencia parece abismal. Una mujer y madre realizada, busca trabajo fuera de casa, libre ya de las ataduras de un pasado de injusticias y frustraciones. Que no es incompatible con ser madre solícita, cariñosa y preparada para responder a las necesidades de los hijos. Pero al llegar el otoño de la vida, que llega para todas y todos más pronto que tarde, hay momentos en que la tristeza se puede convertir en desencanto cuando, desaparecido para siempre su compañero, sus hijos e hijas criando a los suyos o en la emigración forzosa, se encuentra sola, viendo como pasa el tiempo detrás del visillo de la ventana, esperando la llamada de una voz amiga que le saque de su letargo de abandono. Que sucede hasta en las mejores residencias que, aunque sean de oro no dejan de ser “jaulas”. Entonces se acuerda de los que tuvo en su hogar, tanto tiempo, como un regalo del cielo y aunque es “ley de vida” no deja de pensar en aquella amarga sentencia que dice “una madre es para cien hijos y cien hijos no es para una madre”.

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